24 julio 2007

Para reflexionar: "Cambia el clima, nosotros no"

Va para diez años que España suscribió en 1998 el Protocolo de Kyoto y hace poco más de cinco que fue unánimemente ratificado por el Parlamento Español. En la historia reciente del Reino de España pocas cuestiones han suscitado tanta unanimidad en la sociedad española: nunca nadie, desde ningún foro público, levantó una voz crítica sobre Kyoto y los compromisos que, en su concreción europea, adquirió España.
Las advertencias razonables de gente razonable sobre la imposibilidad de que España cumpliera esos compromisos eran formuladas privadamente y con miedo: nadie quería afrontar el riesgo de ser arrollado por la maquinaria unánime de la corrección política, impuesta desde todos los extremos del arco parlamentario y extraparlamentario: nadie discute la ley de la gravedad y nadie discute Kyoto; punto pelota.
Como no se puede discutir, nadie lo discute, pero los datos están ahí: de entre todos los países abajo firmantes de Kyoto, España es el que menos ha cumplido con sus compromisos, de forma que entre 1990 y 2005 sus emisiones de gases de efecto invernadero han aumentado más del triple de lo libremente comprometido por el Gobierno y unánimemente aprobado por el Parlamento. Y cuando, en abril de 2002, el Congreso de los Diputados votó unánimemente la adhesión a Kyoto, España ya había renunciado de hecho a los objetivos de Kyoto.
No estamos ante una nueva manisfetación de la recurrente dicotomía entre la España oficial y la real, ni del ensanchamiento de la brecha que separa a la clase política del común de la gente. Eso ocurrió en asuntos como el apoyo a la intervención militar en Irak, o en la aprobación e inmediata derogación del Plan Hidrológico Nacional o incluso la ley antitabaco y el Estatuto de Cataluña. Para mí tengo que se trata de algo diferente y más grave: la española es una sociedad, incluidos sus dirigentes, que ha renunciado a pensar , por tanto, no encuentra contrasentido alguno en vociferar contra el cambio climático, al tiempo que alimenta todas las calderas que lo provocan. Ojalá fuera esa hipocresía astuta de algunos países, que no tienen empacho en defender el libre comercio mientras se aferran al más rancio nacionalismo, pero me temo que en el caso español sólo se trata de inconsciencia bobalicona.

En el no debate sobre Kyoto y sus consecuencia, tanto positivas como negativas, para el bienestar económico del país y de su gente, sólo se ha permitido criticar la insolidaridad de Estados Unidos que, desde el principio, se negó a aceptar el Protocolo. Al ser la economía más grande del mundo, resulta lógico que Estados Unidos sea el país que más dióxido de carbono emite, aunque eso no impida que sus emisiones per cápita sean inferiores a las españolas. Pero precisamente a partir de ese "no", el debate climático ha tomado consistencia en la sociedad norteamericana. Y por el contrario, la unanimidad española es la que ha impedido una reflexión colectiva que acabara por crear una verdadera conciencia de la gravedad de los límites del problema.

Prestar oídos sordos al problema -como, por ciero, hizo el Gobierno hace dos semanas al aprobar un insustancial prograna de medidas no menos insustanciales- no supone que el problema no exista, ni tampoco que se vaya a solucionar por sí solo. Llegará un día no muy lejano, concretamente el año que viene, en que el problema se presentará de repente y la Unión Europea presente de golpe la factura de la borrachera energética, y España debará optar entre paralizar una parte sustancial de su aparato industrial o pagar unas cantidades de dinero insoportablemente grandes para obtener los derechos de emisión que compensen el exceso.

La única ventaja del drama que se avecina es que ningún partido podrá reprochar al otro su falta de visión y de decisión para hacer los deberes energéticos. Los dos han sido igualmente inconscientes e irresponsables. Son las ventajas del consenso y de la unanimidad.

JOSE MARÍA GARCÍA HOZ

ABC - OPINIÓN - 27 _ 07 _ 2007

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